Ciencia en la Era Moderna
El nuevo espíritu inquisitivo, que puede considerarse como parte de la mentalidad burguesa, produjo un cuestionamiento general de la sabiduría medieval, basada en el criterio de autoridad.
1543 fue un año en el que aparecieron dos obras trascendentales: Nicolás Copérnico postuló por primera vez el Heliocentrismo cuestionando así el Geocentrismo del griego Tolomeo, mientras que Andrés Versalio revisó la anatomía de Galeno. La senda abierta por ambos fue fructífera: en Física y Astronomía, los aportes acumulados de Tycho Brahe, Galileo Galilei y Johannes Kepler cambiaron la visión del universo, mientras que lo propio hacían en la Medicina Miguel Servet, William Harvey y Marcello Malpighi, entre otros. Toda una escuela de matemáticos italianos, como Bonaventura Cavaleri, prepararon las herramientas matemáticas necesarias para que Issac Newton postulara de manera científica la Ley de la gravedad, con la publicación de los Principios matemáticos de filosofía natural en 1687.
Fue determinante para la construcción de la ciencia moderna la comunicación entre científicos que permitía el intercambio epistolar (fue particularmente enriquecedora la correspondencia de Newton con Leibniz), la publicación y la institucionalización (Royal Academy, Academia de Ciencias Francesa).
El siglo XVIII representó un avance de otras disciplinas fundamentales, como fueron la química o las ciencias biológicas, con no menos trabas conceptuales. Hasta que Lavoisier no dio el impulso definitivo a la nomenclatura sistemática y la cuantificación de la disciplina (1789), no se superaron extrañas teorías como la del Flogisto, que querían conciliar los nuevos datos experimentales con las viejas concepciones alquímicas o derivadas del concepto de elemento clásico griego. Las sistematizaciones taxonómicas de Buffon o Linneo también fueron esenciales, pero hubo que esperar hasta mucho más tarde para desmentir teorías como la generación espontánea o integrar la microscopía que se venía desarrollando desde el siglo XVII (Leeuwenhoek). La secularización de la ciencia no llegó a producirse nunca del todo (como comprobó más tarde Darwin), pero al menos Laplace pudo atreverse a replicar a Napoleón, cuando éste le preguntó qué papel le reservaba a Dios en el Universo, que no había tenido necesidad de tal hipótesis.
Paralelamente se desarrolló el maquinismo de la primera revolución indsutrial (máquina de vapor de Thomas Newcomen 1705, de James Watt, (1774), pero sin que la ciencia tuviera mucho que ver en ello, puesto que los principios de la termodinámica se descubrieron por el desafío que suponía la nueva máquina, y no al contrario. Hubo de esperarse a la segunda revolución industrial para que la ciencia y la tecnología se retroalimentaran.
Las novedades económicas que el desarrollo del capitalismo comercial trajo consigo, provocó la aparición de la primera literatura económica, cuyos primeros testimonios fueron los mercantilistas españoles (tomás de Mercado, Sancho de Moncada). La definición de una doctrina económica con pretensiones más científicas (que realmente no pasaba de ser un sencillo aparato matemático, que no rivalizaba con el de otras ciencias) debió esperar a la Fisiocracia de Quesnay (Tableau Economique, 1758), que, en oposición a la obsesión intervencionista del mercantilismo, propone la libertad económica (el laissez faire) y una simplificación fiscal, sobre la base de que es la tierra la única fuerza productiva. En 1776, el escocés Adam Smith da el certificado de nacimiento a la moderna economía con su libro La riqueza de las naciones, rápidamente divulgado por Jean Baptiste Say o Jovellanos, y que aún sigue siendo considerada como la Biblia del liberalismo económico.
En América, las nuevas repúblicas recurrieron a la ciencia y la educación popular como un mecanismo para la construcción de sus naciones, en especial los Estados Unidos, que un siglo después desplazaría a las europeas como potencia mundial dominante.
La alfabetización fue en todo el mundo un recurso esencial para ello: desde la imprenta de Gutemberg hasta los medios de comunicación de masas, si un objeto puede simbolizar la Edad Moderna, es la terrible potencia transformadora de un trozo de papel con un mensaje escrito. No obstante, incluso bien entrada la Edad Contemporánea, en la mayor parte del mundo la capacidad de descifrar su significado seguía estando reservado a las capas sociales superiores, más numerosas que en la Edad Media, pero que condenaban a los menos favorecidos a la ignorancia de la cultura escrita y a las limitaciones de la (por otra parte riquísima) cultura tradicional oral.
Ciencia en la Edad Contemporánea
Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución Industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases residida por una burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales (los privilegiados) y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo (el movimiento obrero), en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad.
La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte contemporáneo y la literatura contemporánea (liberados por el romanticismo de las sujeciones académicas y abiertos a un público y un mercado cada vez más amplios) se han visto sometidos al impacto de los nuevos medios de comunicación de masas (tanto los escritos como los audiovisuales), lo que les provocó una verdadera crisis de identidad que comenzó con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha superado.
Carrera espacial y carrera de armamentos
La rivalidad entre las superpotencias desató una carrera de armamentos centrada en la posesión del arma nuclear, que los Estados Unidos desarrollaron en el último año de la Segunda Guerra Mundial (1945) y posteriormente compartieron con los británicos (1952).
El proyecto soviético de la bomba atómica culminó en 1949 (en parte gracias al espionaje). Francia desarrolló su propia arma atómica en 1960 y China en 1964. La firma del tratado de no proliferación nuclear en 1968 limitó la incorporación de nuevos miembros al selecto club nuclear, al que sólo se añadieron, con un esfuerzo del que se resintió su desarrollo económico, India en 1974 y Pakistán en 1998 (a la tradicional cañones o mantequilla, atribuida a Woodrow Wilson, se añadió en la época el comeremos hierba, atribuida a Benzair Bhutto). Mientras que todos estos países declararon abiertamente su condición de potencia nuclear, como parte esencial del efecto disuasivo estratégico que tal arma tiene; otros países, en cambio, han optado por la ambigüedad en ese terreno, como Israel y la República Sudafricana, que posiblemente obtuvieron armas nucleares en los años setenta (Centro de Investigación nuclear de Néguev, Incidente Vela).
Simultáneamente, se desarrolló una frenética competición de aspecto no menos amenazador, aunque su manifestación ante la opinión pública mundial fue casi deportiva: la carrera espacial; en la que los iniciales éxitos soviéticos fueron contestados por un gigantesco esfuerzo presupuestario estadounidense, cuya superioridad económica permitió ganar la apuesta de Kennedy: llevar un hombre a la Luna antes de 1970. El retorno tecnológico de la aventura espacial permitió avances espectaculares en múltiples campos productivos.
Para ambas carreras (la militar y la espacial), fue imprescindible la inicial contribución de los ingenieros alemanes responsables de la principal innovación balística de la época (la V2) que fueron capturados al final de la Segunda Guerra Mundial: Wernher von Braun en Estados Unidos y Helmut Grottrup en la Unión Soviética, aunque el programa espacial soviético estuvo fundamentalmente a cargo de Sergei Koroliov.
Positivismo y "Eterno Progreso"
Desde mediados del siglo XIX, la vida intelectual basculó nuevamente, desde la postura idealista propia del romanticismo, a una objetivista y vinculada al desarrollo científico. El éxito de las potencias imperialistas europeas al extenderse sobre el planeta llevó a la convicción de que la cultura europea era el epítome de la civilización. La ciencia y la tecnología estaban alcanzando un nivel de desarrollo y retroalimentación que posteriormente se ha definido como la interdependencia de ciencia, tecnología y sociedad. Se depositaba una inmensa fe en la ciencia. Se pensaba que el progreso de la humanidad era imparable, y que con tiempo, la ciencia resolvería todos los problemas económicos y sociales. A este dogma filosófico se le llamó positivismo (Auguste Comte, Curso de filosofía positiva, 1830-1842).
Descristianización y renovación del cristianismo
En el siglo XVIII, la Iglesia Católica había combatido fuertemente a la Ilustración, censurando la Enciclopedia, la totalidad de la obra de Voltaire y otras que se incluyeron en el Index Librorum Prohinitorum (índice de libros prohibidos). La relación con la Revolución francesa fue aún más violenta. En el siglo XIX, el catolicismo se significó como fuerza conservadora (ultramontana), condenando el liberalismo, el racionalismo y otras doctrinas y usos del mundo contemporáneo, del que mostraba distante, proponiéndose como su alternativa mediante el mantenimiento de la tradición. Se definieron como dogma de fe las doctrinas de la infalibilidad del Papa,Concilia Vaticano I, 1869) y la Inmaculada Concepción (1854). La opción por la fe y los milagros quedó manifiesta con el apoyo vaticano a las apariciones de la Virgen de Lourdes (1858, aprobadas en 1862).
Los nuevos descubrimientos científicos que parecían contradecir a las Sagradas Escrituras, como la teorías darwinista (El origen de las especies, 1859; El origen del hombre, 1871), tuvieron gran repercusión, y en este caso fueron mucho más combatidos en el ámbito religioso anglicano y protestante que en el católico; donde no hubo pronunciamiento oficial alguno, e incluso en algunos casos permitió explorar las perspectivas que abrían, aunque no sin problemas (caso del jesuita Teilhard de Chardin). Otro caso de ambigua relación entre ciencia y fe fue la polémica sobre la generación espontanea, paradigma biológico de lo que científicos católicos como Pasteur consideraban como ciencia orientada a la justificación del agnosticismo y cuestionaron con éxito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario